Los orígenes del vino se remontan a los despertares de la civilización. La uva primigenia era la Vitis viniera Sylvestris y fue la primera planta cultivada por el hombre. La zona donde comenzó a crecer de forma salvaje está situada en la zona del Sur del Cáucaso cerca del Mar Negro (lo que hoy se conoce a Georgia y Turquía).
Las antiguas civilizaciones cultivaban la uva y elaboraban el vino. Para los egipcios el vino era una bebida para élites (la cerveza era para esclavos) y ese símbolo de estatus se mostraba en metáforas como que el vino era el sudor de Ra.
En Babilonia el código de Hammurabi ya registra leyes de elaboración y venta de vino.
Fueron los griegos los grandes impulsores del cultivo de la vid, pues las primeras prácticas de cultivo controlado las desarrollaron ellos. Dionisos fue nombrado rey del vino y Ariadna era diosa de la primavera y representada como la metáfora del despertar de las viñas.
Los romanos tomaron el relevo de los griegos y siguieron con la tradición del cultivo y elaboración del vino. Lo transformaron en un alimento básico de la dieta y era un símbolo de estatus social. Los emperadores degustaban vinos y las bacanales eran fiestas donde la diversión giraba en torno al vino.
En la Edad Media se entabló una relación entre vino y religión. El vino simbolizaba la sangre de cristo y su cosecha estaba relegada a monasterios y conventos donde los monjes lo convirtieron en bebida popular. Las rutas de peregrinación extendieron su consumo.
El vino en la Edad Media no es como el que tomamos hoy en día, era de baja graduación, dulce con gas carbónico. Cuando se avinagraba se añadía aguardiente.
Las variedad más consumida en el siglo XVI era el blanco y en el siglo XVII el clarete.
En el siglo XVII el vino era la única bebida almacenable.
Durante el Renacimiento la botella de vidrio otorgó prestigio al vino y se convirtió en una experiencia estética. Se empezó a clasificar por añadas y era símbolo de esnobismo y prestigio.